lunes, 27 de julio de 2015

En aquel cine de verano


     
      Formaban una pareja peculiar. Solían pasear por la Plaza Pérez Pastor y pararse en el puesto de "Los Cocos" a saborear sus especialidades, ajenos a las furtivas miradas que despertaban a su paso. La mucha edad que se les leía en la piel desentonaba con su ágil caminar, su ropa blanca estilo ibicenco y la flor que a ella le gustaba llevar en el escote. Se les notaba diferentes, algo extravagantes... poco o nada les importaba a ellos.

      Aquella noche de agosto fuimos en pandilla al Cinemar San Fernando, disfrutando con la idea de no ir acompañados de nuestros padres. Ya no nos consideraban tan niños y para nosotros era toda una novedad.

El cine de verano con su pequeña taquilla, sus bombillitas blancas y el encalado de su fachada enmarcada en azul turquesa, llevaba el estío escrito en sus sillas de forja, en el verdor de sus tiestos de barro sembrados de aspidistras y en alguna que otra salamanquesa que correteaba con gracia la pared que hacía las veces de pantalla.  




No recuerdo qué película vimos, pero sí que fue una noche especial. Justo a las doce pararon la proyección y nos invitaron a subir  al "gallinero" para contemplar los fuegos artificiales que desde la ría festejaban el quince de agosto. Tan cerca los teníamos, que la magia de su luz se nos colaba en los bolsillos.
      Pero Silvia, la más pequeña de todos nosotros, sintió miedo y bajó tan aprisa la escalera que apenas me dio tiempo a alcanzarla... Y allí los vimos, en el solitario patio de butacas, vestidos de blanco y esa inconfundible flor prendida en su escote. Labio sobre labio, alma con alma, y la mirada cuajada de ese amor que solo unos pocos saben hacer perdurar con el tiempo. Pensé que tenían los bolsillos tan llenos de magia que no habría luz que pudiera colarse en ellos.






                                            

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 Mi especial agradecimiento a Territorio de Escritores por su consideración a mi texto.