lunes, 16 de febrero de 2015

Allá donde estés




 Ahora que el tiempo ha borrado el dolor de mis recuerdos y las heridas ya no escuecen, sé que puedo dejarme llevar por el azul de tus ojos y  detenerme en tu sonrisa,  que la brisa me traiga  tu olor a rosas, la pequeñez de tus manos moteadas de edad y vida, y tu risa… ¡cómo me gustaría volver a oírla!

Ahora que puedo pensarte sin que la sal desborde mi mirada quiero que sintamos por última vez  esa complicidad  que tanto nos unió. Me gusta pensar que llevar tu nombre fue solo la excusa que se dio la vida para aliarse con el destino y regalárnosla; de ella vestimos nuestros gestos, por ella nos sentimos fuertes…a ella le debo tus consejos, los que entonces comprendí y esos otros que necesitaron del barniz de los tiempos.   

Desde  pequeña percibí en tus ojos un amor que mi edad no alcanzaba a entender, aunque tampoco lo pretendía.  Me bastaba con corresponderte para ver  la  luz  dibujada en tu sonrisa, ese gesto tan tuyo, tan de verdad.  Y es que ser la mayor de tus nietas siempre me pareció un privilegio. Fueron  muchos los momentos de estar a solas las dos, de contarnos nuestras cosas, esas de las que  nadie más supo ni sabrá. La madurez que siempre viste en mí  nos acercó de tal modo que, aún hoy,  te sigo sintiendo cerca;  como si no te hubieses ido. Porque tú no sabías pasar de puntillas por la vida de los demás; ni sabías ni querías.

 Recuerdo los domingos, siendo niña, en los que nos llevabas al cine a todos los nietos. Esa  cesta cargada de bocadillos y zumos, los juegos entre primos mientras subíamos la cuesta al doblar la esquina de casa  y esa energía tuya tan contagiosa. A ti la edad parecía no pesarte: lo mismo te ocupabas del cuidado de los rosales de la plaza que, brocha en mano,  te subías a una escalera para que el patio de casa  luciese un blanco impoluto. Eso te hacía feliz.

Más tarde, hubo otros muchos momentos. Como cuando me pedías que te hiciese la manicura –tan coqueta tú- y acabábamos arreglando el mundo, el nuestro, ése en el que nos sabíamos fuertes y capaces. Porque siempre nos importó la felicidad de los nuestros y no quisimos renunciar a la idea de luchar por ella. Pero si hay un recuerdo que me llene especialmente, es el de aquel Martes Santo en el que la fiebre me mantuvo en cama y me hiciste uno de los regalos más bonitos que jamás he podido tener: aquella saeta al Cristo de la Sangre  al pasar bajo nuestro balcón… ¿la recuerdas?, me la cantaste al oído y aún la tengo enredada en el alma.

El corazón me baila cuando te pienso, te sigo extrañando y sintiendo. Tu recuerdo me sabe a abrazos y besos, a risas, a generosidad  y a gracia gaditana, de San Fernando tenías que ser...


 Te quiero Yaya, tú lo sabes. Siempre te llevaré conmigo.



4 comentarios:

  1. Hola Isa...Imposible para mi quedar insensible a estos bonitos recuerdos. fue mi abuela quién me crió hasta los 16 años....
    Saludos desde Francia.

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    1. Buenas tardes Eric, gracias...feliz de que mis palabras te hayan hecho pensar en ella.

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  2. Es muy emocionante Isabel. La vida nos da a personas que nos sacian el alma y la misma vida nos la aparta. Pero hay que quedarse con lo mejor: haberlos tenido.
    Un texto magnífico. Saludos!!

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    1. muchas gracias por tus palabras Sonia, yo me considero afortunada por haber compartido vida con un ser tan especial como ella. Hace muchos años que nos dejó, pero sigue viva en mí.

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